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Todos tenemos cerca a alguien, quizás nosotros mismos, con una marcada tendencia a evitar los conflictos, sean los que sean y vengan de donde vengan. Se trata de personas de buen carácter que suelen ceder a la voluntad de aquellos que los rodean, porque cualquier propuesta u opinión “ya les está bien”.

Estas personas, aparentemente satisfechas, a menudo sufren las consecuencias de su tendencia a pasar por alto o ignorar lo que les ocurre a nivel interno. Evitar el conflicto significa renunciar muchas veces a los propios deseos o impulsos, llegando incluso a ser incapaces de reconocer las propias necesidades y a tener una significativa dificultad para profundizar en sí mismo.

Suelen ser personas activas en lo que se refiere a su vida social y laboral, especialmente, en relación a todo lo externo capaz de ocupar su tiempo y su mente, precisamente para evitar poner la mirada sobre su estado personal, recurriendo al “hacer” y evitando así el “ser”, lo que les permite desconectar del malestar que les produce no atenderse a sí mismos.

Optimista a la fuerza

Desde su propia estrategia intentan por todos los medios evitar el dolor y hacerse la vida fácil, tendiendo a aplicar a las situaciones un acentuado optimismo, lo que los convierte a menudo en los conciliadores de las situaciones de conflicto que surgen a su alrededor.

La inclinación de éstas persona a eludir el conflicto en general, les hace muy difícil mostrarse asertivos, por lo que acaban acatando situaciones con las que en realidad está en desacuerdo, resignándose, lo que suele causarles un resentimiento que, además, no quieren mostrar abiertamente y hace que se oponga de forma velada: olvidos, retrasos, cambios repentinos de parecer…

¿Qué es lo que lleva a éstas personas a ésta conducta? Suele ser el miedo a la separación lo que les mueve a sacrificar su propia individualidad para no segregarse, para mantenerse en una unión aparentemente armónica con su entorno, aunque no le aporte bienestar. Esto le genera grandes dificultades para recibir amor.

La anulación voluntaria de sus propias necesidades o de su propio criterio les puede generar insatisfacción y frustración, pero, en su empeño de tomar distancia de todo lo negativo, recurren a sus mecanismos de defensa como lo es el aletargarse con conductas que apaciguan su malestar como comer o ver la televisión largas horas… O se centran en la satisfacción de los deseos de los demás como si fueran propios.

La toma de conciencia

En situaciones de gran tensión, en las que los mecanismos de defensa no son suficientes, adquieren un enfoque desalentado, y surgen la inseguridad y la incertidumbre, y se resisten con más intensidad a las exigencias externas y negligiendo aún más en ellas para desesperación de su entorno que, muchas veces, no es capaz de comprender el origen de su conducta.

Cuando estas personas toman conciencia de su forma de actuar y de los mecanismos de defensa construidos durante toda la vida y, en especial, durante la infancia consiguen adoptar una actitud más resuelta para hacer valer sus opiniones y emociones -que reflejan sus necesidades internas- lo que se traduce en una dedicación mayor al autocuidado y la satisfacción de los propios deseos.

Empiezan a poner en valor su propio tiempo y sus necesidades y se alejan cada vez más de las respuestas automáticas aprendidas para protegerse del sentimiento de separación al que temen, consiguiendo justo aquello que anhelan: sentir que pertenecen, integrados y valorados por los demás y, por sí mismos, por como auténticamente son.

Como saludo final para todos recordamos estas palabras de Fritz Perls: “Amigo no temas equivocarte. Los errores no son pecado. Son maneras de hacer algo de modo diferente, tal vez novedosamente creativo”.

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