Desde los primeros instantes de nuestra vida recibimos toda clase de influencias que hacen que nos comportemos de una determinada manera, que adoptemos de una determinada forma actuar.
A menudo en lugar de que se nos motive a amarnos como somos y tener valores propios se nos empuja –probablemente con amor y buenas intenciones- a adaptar nuestro carácter o, sobretodo, lo que manifestamos de él, a los valores de nuestro entorno personal y social.
Así llega el día en que estamos convencidos de que somos esa personalidad, desconocedores de que en realidad somos libres de actuar según nuestra propia e íntima voluntad. Pero no nos es sencillo entre tantos condicionantes que nos rodean, escuchar nuestra propia voluntad, responsabilizarnos de ella y actuar en consecuencia.
El miedo a ser y miedo a no ser.
Tememos dar el primer paso para cambiar, porque es cuestionar nuestra realidad y a nosotros mismos, ese “yo” que hemos construido a imagen y semejanza de quien se supone que debemos ser. Aunque sintamos que alguna cosa no acaba de funcionar a nivel interno que estemos sufriendo por la contraposición de aquello que queremos y aquello impuesto, a veces nos resulta más sencillo o bien negar la necesidad de cambio -“no hay nada que cambiar en mi manera de ser”- , o bien trasladar la responsabilidad de la necesidad de cambio a otros –“es la manera de ser de los demás la que me hace sufrir, ellos son los que deberían cambiar”-.
Puede que se nos haga más soportable el sufrimiento que nos produce actuar contra nuestra propia naturaleza, que enfrentarnos a la propia decepción o a la vergüenza de sentir que fracasamos en nuestro intento de ser auténticamente nosotros mismos.
Cuando percibimos que algo no acaba de funcionar en nosotros, nuestras reacciones, más allá de patrones estrictamente individuales, pueden ser diversas y la más usual es el miedo. Al sentirnos amenazados, desprotegidos, nuestra reacción será la de buscar la seguridad y solemos hacerlo quedándonos o regresando a lo que ya conocemos, a nuestra manera de actuar que no sólo sabemos cómo es, si no que nos permite hacer una proyección de cuáles serán los resultados que obtendremos. Sí, en general preferimos lo malo conocido a lo bueno por conocer.
Menos autoengaño, más corazón…
Podemos también autoengañarnos de manera inconsciente, con excusas o justificaciones que alejan de nosotros la responsabilidad que tenemos en el cambio o en la falta de él, como en el ejemplo anterior en el que exigimos el cambio en el otro o, simplemente, manteniendo ocupada nuestra mente en otras cosas, alejando así la llamada interna a vivir nuestra vida de otro modo: asumimos todo el trabajo posible, adquirimos numerosos compromisos, o desarrollamos actividades de entretenimiento que nos permiten olvidarnos de lo que nos preocupa.
Así que después de construir durante toda la vida un yo adaptado al entorno, que nos hace sentir queridos y seguros, llegamos a identificar nuestro ser con ciertas características y llegamos a afirmar: soy tenaz, valiente, débil, extrovertida, tranquilo… Pero puede que llegue el día en que nos demos cuenta que estas etiquetas que nos aplicamos nos limitan o nos hacen sufrir y que, en realidad, no existe la personalidad perfecta ni características deseables que nos traerán la felicidad.
Podemos darnos cuenta de que todas nuestras características tienen su razón de ser y su utilidad en determinados momentos y que no tienen por qué formar parte de nosotros de forma cristalizada e inamovible, sino que todos disponemos de en mayor o en menor grado, de todos los atributos humanos y que merecemos ser, quien sea que seamos, aquí y ahora, ya que el amor a lo que somos es el cambio más bonito que podemos vivir y nos permite a la vez conectar con la vida de otra manera. Puedes consultar a nuestro equipo de Psicólogos en Barcelona si lo necesitas, tienes la primera visita gratuita, también on line..