Cuando el amor propio flaquea aparece la envidia. Se trata de una manifestación mucho más común de lo que nos gusta admitir, no nos sentimos bien con nosotros mismos y nos compararnos con los demás. Y cuando nuestra autoestima está baja siempre somos la parte que pierde en cada estúpida comparación.
Los demás parecen tener una vida familiar mejor, un poder adquisitivo más desahogado, un trabajo en el que se realizan, más y mejores amigos… Y no sólo nos comparamos con las personas que tenemos cerca sino también con figuras públicas, que pueden incluso no tener ningún significado para nosotros pero de los que nos deslumbra su éxito, su estatus, su prestigio… La envidia no nos permite ver el esfuerzo de aquellos a los que envidiamos, sólo vemos sus logros.
No llega sola
La envidia viene acompañada de emociones difíciles hacía uno mismo y muchas veces hacía las personas con las que nos comparamos, y nos provoca sufrimiento. No es sólo que ellos poseen aquello que deseamos –o creemos desear– nosotros también, sino que nosotros no somos capaces de generarlo o adquirirlo para nuestra propia vida. Así se entra en un círculo que es difícil resolver, ya que cuanto más nos comparamos y perdemos, más perdedores nos sentimos, debilitándose aún más nuestra autoestima.
En realidad la envidia es en sí misma una de las distorsiones de la realidad más comunes que la mente humana lleva a cabo. Automáticamente, sin matices, sin demasiada profundidad, juzgamos que alguien está más favorecido que nosotros en alguna de sus circunstancias y dejamos que eso tenga un efecto humillante sobre nuestra propia persona.
Puede que nos encontremos en un mal momento en nuestra vida y que ahí, de modo inconsciente, germine la comparación. O puede que hayamos renunciado a alguna de nuestras ilusiones o proyectos y que sea la propia frustración la que nos lleve a valorarnos en relación a otros.
La envidia es una señal de que algo está ocurriendo a un nivel más profundo, de que no estamos encontrando la manera de manifestarnos con serenidad y amor propio. Es una muestra de las tensiones del carácter, que se producen en nuestro interior.
Más allá de la envidia
Cuando estas emociones surgen nuestra primera reacción suele ser esconderlas y reprimirlas, sumándole el sentimiento de culpa. Las emociones nos conectan con aquello que necesitamos y deseamos. Cuando la envidia aparece y somos conscientes de ella podemos darnos cuenta de aquello que nos hace falta y activar nuestras propias capacidades para satisfacerlas. Y sobre todo reconocer nuestra dignidad como personas, sea cuál sea nuestra circunstancia.
El primer paso siempre es darse cuenta de lo que nos está ocurriendo para aceptarlo como parte de nuestros mecanismos internos. Podemos dejar que afloren la agresividad velada y los sentimientos de impotencia o inferioridad, que se manifiestan en la envidia y trabajarlos en forma consiente y responsable.
Analizando lo que nos está ocurriendo tomamos conciencia de nuestros deseos, de nuestras carencias y limitaciones, pero también de que no tienen por qué ser paralizantes o hirientes, sino que podemos conciliarlos con nuestras capacidades y nuestra propia y personal abundancia que a menudo desconocemos.
La envidia sólo nos muestra una cara en la comparación, aquella en la perdemos, y no aquellas en la que salimos ganando. Iniciar un proceso para conocernos mejor y tomar consciencia de lo que pasa en nuestro interior nos conduce a aceptarnos y querernos con todo lo que somos, equilibrando nuestra autoestima y dejando a la envidia sin fuerza, ni poder, para alterar nuestra vida emocional.